David Lago González
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David Lago González
Un día más sin importancia
El aire se llena de rumores, pájaros y aviones
que entorpecen el anonimato
de un día más sin importancia
que no sea el triunfo inapreciable de una vida cotidiana.
Dicen que uno de los dioses mayores
ha cedido a su propia naturaleza
y, como un miserable más que él despreciara,
yace en una cama próxima a la debilidad de los mortales.
Otros dicen que ya ha cedido a la putrefacción
y que espera, embalsamado, por un día conveniente.
Un tiempo para morir, un tiempo para vivir,
se puede leer en el Eclesiastés.
Demasiado humano para uno de los dioses más poderosos del Olimpo.
Como sus súbditos más abyectos,
se debate entre convenir o ser inconveniente,
lo que pone en duda que alguna vez haya pertenecido en realidad
al Olimpo de los Dioses.
Estos no esperan por un momento oportuno,
estos no aguardan por el momento oportuno:
simplemente hacen y deshacen, hacen o deshacen,
tragan a sus hijos como Saturno, o los convierten en cabras,
no importa cuánto se hayan apresurado sus vástagos
a olvidar y borrar los pliegos y pliegos que elevaron hosannas
a sus gestas, voluntades y caprichos; no importa
que sus hijos hayan jurado alguna vez ofrecer su vida mortal
por la inmortalidad de su alma; no importa que los visionarios,
atesorando la posibilidad de un nuevo cielo, se den por traicionados
y proclamen su pureza ante los desmanes del todo omnipresente;
no importa que sus otros hijos concebidos por misteriosas consecuencias malhadadas,
estén ya mortalmente muertos, o mortalmente demasiado cansados
para sostener en sus manos de piel, de huesos, ceniza o aire, una ligera copa
de peso incomparable al de la hoja de otoño que les cubrió,
eso sí, bajo toda la eternidad despiadada del Olimpo;
o el peso de ese cristal no supere al del trémulo brote trémulo
que sugiere una continuación más allá del fin del mundo.
(Madrid, 15 de enero de 2009)
2009 David Lago González
El aire se llena de rumores, pájaros y aviones
que entorpecen el anonimato
de un día más sin importancia
que no sea el triunfo inapreciable de una vida cotidiana.
Dicen que uno de los dioses mayores
ha cedido a su propia naturaleza
y, como un miserable más que él despreciara,
yace en una cama próxima a la debilidad de los mortales.
Otros dicen que ya ha cedido a la putrefacción
y que espera, embalsamado, por un día conveniente.
Un tiempo para morir, un tiempo para vivir,
se puede leer en el Eclesiastés.
Demasiado humano para uno de los dioses más poderosos del Olimpo.
Como sus súbditos más abyectos,
se debate entre convenir o ser inconveniente,
lo que pone en duda que alguna vez haya pertenecido en realidad
al Olimpo de los Dioses.
Estos no esperan por un momento oportuno,
estos no aguardan por el momento oportuno:
simplemente hacen y deshacen, hacen o deshacen,
tragan a sus hijos como Saturno, o los convierten en cabras,
no importa cuánto se hayan apresurado sus vástagos
a olvidar y borrar los pliegos y pliegos que elevaron hosannas
a sus gestas, voluntades y caprichos; no importa
que sus hijos hayan jurado alguna vez ofrecer su vida mortal
por la inmortalidad de su alma; no importa que los visionarios,
atesorando la posibilidad de un nuevo cielo, se den por traicionados
y proclamen su pureza ante los desmanes del todo omnipresente;
no importa que sus otros hijos concebidos por misteriosas consecuencias malhadadas,
estén ya mortalmente muertos, o mortalmente demasiado cansados
para sostener en sus manos de piel, de huesos, ceniza o aire, una ligera copa
de peso incomparable al de la hoja de otoño que les cubrió,
eso sí, bajo toda la eternidad despiadada del Olimpo;
o el peso de ese cristal no supere al del trémulo brote trémulo
que sugiere una continuación más allá del fin del mundo.
(Madrid, 15 de enero de 2009)
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